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lunes, 10 de noviembre de 2008

Un llamado puede deshacer mi felicidad, una sola palabra puede arruinarme la vida. No son metáforas. Me hubiera gustado que alguien le advirtiese estas cosas: “tené cuidado con lo que le decís a Cielo, por favor, cuidala”. Nadie me cuidó, nadie se hizo cargo de mí, nadie vio a qué punto habían llegado mi obsesión y mi locura. Nadie se iba a hacer cargo de la muerte de lo más sagrado en mí: la ilusión, la esperanza, mi imaginación. Nadie sabía cuáles eran mis límites porque yo me había encargado de hacer de mi vida una mentira. Mis padres no sabían que hacía tres años que seguía viendo a Alejandro, mis amigas no sabían que soñaba con mi muerte si en algún momento él me abandonaba. Nadie sabía nada y yo, inconsciente, dejé mi secreto pudrirse en lo más lejano de la playa marplatense. De un llamado puede depender el destino de una vida o el advenimiento de una muerte inexorable.